dimecres, de maig 24, 2006

Barro y Arena

Un día, él entró por casualidad en su tienda. Decía haber recorrido ya unas cuantas sin haber encontrado lo que buscaba, una cometa especial que le elevase a lo más alto, alejándole de los charcos. Echó un primer vistazo y no pareció hallar nada especial en aquella tienda. Sólo le llamó la atención lo organizado que estaba todo, se notaba que había mucho trabajo realizado tras ese orden.

Se acercó al mostrador y le preguntó si podía hacer algo por él. Ella le dijo que tenía dos opciones: escoger una cometa ya hecha o, como alternativa menos fácil, crear la suya propia. Le mostró variedad de telas de todos los colores, materiales diversos, guías, colas, y con mucho cariño y entusiasmo, ella le intentó explicar cómo, no sin esfuerzo, dar forma a su cometa.

Sin embargo, él pareció más interesado en adquirir una hecha y no invertir tiempo en confeccionar una propia, así que le pidió la mejor cometa que tuviese en la tienda. Ella dudó por unos instantes cuál ofrecerle pero, siendo honesta consigo misma, sabía que la mejor cometa que poseía era la suya propia, la que ella misma había confeccionado.

Y así lo hizo. Le regaló, porque las cosas que uno aprecia sólo se pueden regalar, una cometa no muy grande, de colores alegres, con un cuerpo armonioso, y lo más importante, una cola equilibrada, el timón de la cometa. Él pareció agradecido, y salió de la tienda dispuesto a volarla. Quizá esa cometa impediría que sus zapatos se llenasen de lodo esta vez.

A los pocos días, él volvió a la tienda, cabizbajo, lamentando no haber alcanzado la altura anhelada. Le devolvió la cometa, le dio las gracias, y cerró la puerta a su espalda. Ella se quedó unos minutos pensativa, en silencio, y tras ello, centró su atención en encontrar un parche que arreglara el pequeño jirón de su cometa volada.

En las semanas sucesivas, ella se preguntó si él seguiría buscando cometas en las tiendas de la ciudad, o quizá en otras tiendas de otras ciudades. Pensó que le deseaba mucha suerte en su conquista, y que le hubiese gustado decirle que, para volar, no necesitaría más que crear su propia cometa, no muy grande, de colores alegres, cuerpo armonioso y cola equilibrada.

Y que una vez la hubiese creado, ya no ansiaría elevarse hasta las nubes para evitar hundirse en el barro, pues al descender, esta vez, sus pies serían acariciados por una arena cálida y fina.